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TogglePor: Brisa Bucardo, indígena miskitu
Escribo este artículo como un acto de resistencia, desde un dilema profundo: ¿me corresponde hablar de este tema?, ¿será apropiación? Pero lo hago desde la empatía, desde el respeto y el amor hacia las personas LGBTIQA+ que me han acuerpado en mis momentos más difíciles. Lo hago desde el dolor y la rabia por tantas personas indígenas de mi pueblo que han tenido que migrar o desplazarse para salvar sus vidas. Lo hago por quienes ya no están, por quienes fueron burladas incluso después de morir al ser víctimas de un contexto cruel que no supo respetar su disidencia sexual.
Han sido años de postergación de este artículo y también autocensura por la confrontación interna que me hacía creer que toda “cultura” debía respetarse, aunque doliera. Pero el exilio me ha permitido repensar cada paso, cada palabra, y entender que también tenemos derecho a cuestionarlo, ¿es cultura o es una herencia colonial? ¿pesa más mi disidencia sexual que mi identidad étnica?
Aunque existen marcos legales y convenios internacionales como el Convenio 169 de la OIT y la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (2007), así como normativas específicas en algunos países de América Latina —por ejemplo, en México, donde ciertos estados reconocen la identidad muxhe como parte del patrimonio cultural zapoteca; en Brasil, cuya Constitución garantiza los derechos de los pueblos indígenas y donde desde 2019 se han postulado candidaturas indígenas LGBTI a cargos públicos; o en Colombia y Ecuador, que incluyen protecciones constitucionales para personas LGBTI y han emitido sentencias con enfoque interseccional favorable a pueblos originarios—, lo cierto es que la mayoría de estos marcos aún presentan vacíos significativos.
Muchos de estos instrumentos carecen de mecanismos efectivos de protección para personas indígenas LGBTIQA+, o bien tratan por separado los derechos de los pueblos indígenas y los de las diversidades sexuales y de género, sin articular una mirada interseccional. En países como Guatemala, Honduras y Nicaragua, donde las leyes son débiles o inexistentes en esta materia, las personas indígenas LGBTIQA+ enfrentan niveles aún más altos de violencia, exclusión y desprotección institucional.
Recuerdos desde la cultura miskitu
Durante mi infancia, las personas LGBTIQA+ simplemente no existían en las conversaciones. No eran nombradas. En mi idioma indígena miskitu, ni siquiera hay un término digno para reconocerlas; en cambio, se utilizan adaptaciones de palabras profundamente ofensivas y colonizadas. Por ejemplo, KLUKUM, que significa “pato”, y KUTSUN, una adaptación de la palabra cochón, usada en el resto del país como insulto. Para ser honesta, desconozco el origen exacto de estas expresiones, pero sé que cargan con siglos de desprecio.
En la Muskitia (Costa Caribe), ser LGBTIQA+ ha sido históricamente silenciado y criminalizado en lo moral, lo social y lo religioso. Apenas en los últimos años se ha empezado a romper ese silencio. Recuerdo que, en la región, existían muy pocas personas que se declararan abiertamente como “eso”, así lo decían —ni siquiera se pronunciaba la palabra gay. Uno de los pocos nombres que sobrevivieron aún en el rechazo fue el de Marquitos, un personaje histórico de Waspam. Él entrenaba a las palillonas y era conocido por sus icónicos pasos de baile, que con los años se volvieron parte de la cultura local. Resistió con su existencia, aunque nunca fue reconocido por su nombre ni por su identidad.
En ese tiempo, ser LGBTIQA+ era considerado una maldición para la familia, una aberración, un castigo divino. Se decía que era culpa de las madres, especialmente en hogares sin presencia paterna. Las infancias fuimos “protegidas” a través del miedo: alejándonos de estas personas, enseñándonos a rechazarlas, obligándonos a comportarnos según los roles de género estrictos si queríamos ser aceptadas, si queríamos existir. Incluso había creencias de que no se debía comer la comida preparada por una persona LGBTIQA+, porque se decía que eran “impuros”, que podían contagiarnos algo. La violencia contra sus cuerpos estaba normalizada y legitimada por discursos religiosos, y en muchos casos, lo sigue estando.
Desde diversas religiones, se nos ha impuesto la heterosexualidad como única vía hacia la rectitud. Y desde otros saberes tradicionales también se nos enseñó que ser guardianas y guardianes de la Madre Tierra era incompatible con lo “desviado”, que los ancestros castigaban con enfermedades o desastres a quienes se salían del molde social y espiritual.
Nos han enseñado a rechazar para poder pertenecer. Para seguir siendo parte de nuestras comunidades, había que repetir ese rechazo, aunque doliera. En algún momento, surgió una organización LGBTIQA+ en Puerto Cabezas, pero fue blanco de ataques mediáticos, aislamiento social y violencia sistemática. Sus dirigentes sufrieron agresiones físicas y obstáculos en cada paso. Finalmente, con el agravamiento del contexto sociopolítico, la organización tuvo que pactar con el gobierno para poder seguir existiendo.
Prácticas impuestas
Recuerdo que una vez me pregunté: ¿por qué ahora hay más de “esos” si antes no existían? Siempre fui una niña curiosa, pero ¿cómo iba a saber algo si nadie me hablaba de ello, si ni siquiera podía acercarme? El rechazo creció aún más con la llegada del VIH a nuestros territorios. Hasta hoy, en muchas comunidades no se comprende qué significa ser LGBTIQA+. Apenas se reconocen las palabras gay y lesbiana, y eso con muchos estigmas. De hecho, los primeros en ser nombrados fueron los gays. Las lesbianas prácticamente no existían porque el deseo y los cuerpos de las mujeres han sido reprimidos aún más profundamente en este contexto —pero de eso hablaré más adelante.
Cuando una persona gay era diagnosticada con VIH en un centro de salud, la información se filtraba como un deber social. Se les responsabilizaba públicamente. Se decía que eran quienes habían “traído la enfermedad”, que la “distribuían”. Se llegó a creer que si una mujer contraía VIH, era por haber tenido contacto con una persona gay, o por beber del mismo vaso. Todos estos discursos fueron replicados incluso por medios de comunicación, y provocaron ataques masivos, linchamientos simbólicos y físicos.
Creí que esta realidad me era ajena, hasta que tocó a mi familia. Una persona cercana comenzó a dejar de actuar como se esperaba de un “varón”. Nunca se nombró; nadie le preguntó cómo quería ser llamada. Le impusieron un apodo que aún hoy la sigue. Sufrió burlas, golpes y abusos físicos. Aunque tenía una gran autodeterminación, ni siquiera en Puerto Cabezas —una ciudad— pudo tener una vida digna. Le lanzaban cosas, la explotaban con trabajo y, como muchas otras, terminó yéndose a la capital, donde las violencias se duplicaron por ser indígena. Luego, tuvo que exiliarse.
Hoy sé que es una chica trans. Años después, hablamos. Aunque yo sentía incomodidad, ella me trató con amor. A veces hablaba de sí en masculino, a veces en femenino, pero lo que más me impactó fue el daño que cargaba. No solo de su comunidad, sino también de autoridades, personas profesionalizadas, gente que dice predicar amor. Y me dolió profundamente.
Lo que no se nombra sí existe
Antes de mi exilio comencé a investigar. ¿Por qué “ahora hay más”? La verdad es que siempre existieron. Solo que muchas mujeres lesbianas fueron forzadas a casarse o embarazadas a la fuerza “para hacerlas mujeres”. Muchos adolescentes, al revelarse, fueron abusados sexualmente en secreto, como si “ser gay” fuera sinónimo de disponibilidad. Otros guardaron silencio, se casaron, y desaparecieron dentro de familias “normales”. Hoy, desde el exilio, entiendo que muchas migraciones indígenas no fueron por razones económicas, sino por violencia, género o disidencia sexual.
Mi prima no fue la única. Una vez escuché una historia contada en burla: una mujer “como hombre” que había agredido a varones en el río Coco. Nadie decía quién era. Años después supe que era mi tía: la primera lesbiana visible de la zona. Sobrevivió como pudo. Los hombres de la comunidad juraron “hacerla mujer” a la fuerza, aunque murió hace muchísimos años, me honra poder mencionarla.
Entrar a la universidad en León fue un golpe a mi burbuja. Ahí, la gente LGBTIQA+ existía con más libertad. Usaban maquillaje, hablaban abiertamente. Me impresionó verlos. No recuerdo quiénes fueron mis primeros amigos LGBTIQA+, pero sé que nunca los mencionaba en casa. Era mi secreto. Conectábamos porque yo sufría racismo, elles homofobia. Hoy, con mi mejor amigo, decimos que nos unió el ser marginados.
Cuando se enteraron de esas amistades, comenzaron a decir que era lesbiana. Un familiar cercano, ya grave de salud, me pidió hablar. Me dijo: “Si me querés, nunca te hagás lesbiana. Prefiero que seas prostituta”. Sentí ganas de vomitar. No puedo imaginar lo que es vivir así toda una vida.
Hoy, en el exilio, sé que no solo existen lesbianas y gays. Lo que una niña de 11 años en la primaria me confesó con miedo tenía un nombre dentro de estas siglas. Y que no estaba loca. Ahora me pregunto: ¿cómo una niña que nunca escuchó hablar del tema se sentía así? Porque aunque no se nombre, existe. Así como el ser indígena no es una moda, ser LGBTIQA+ tampoco lo es.
El colonialismo y la imposición del rechazo a personas LGBTIQA+ y mujeres en los pueblos originarios
Cada vez que hablo de esto, alguien dice: “es que es parte de la cultura indígena, y no nos podemos meter”. Lo mismo escuchamos sobre la violencia hacia las mujeres. Pero he aprendido que ser indígena y hablar nuestros idiomas no nos hace inmunes al colonialismo. Muchas de las prácticas que hoy llamamos “tradición” son herencias del patriarcado, del racismo y del poder eclesial impuesto.
Antes de la colonización, nuestras culturas reconocían la diversidad del cuerpo, el deseo y los vínculos. Existían roles no binarios, figuras como los dos espíritus en el norte o las personas con “doble alma” en los Andes y Mesoamérica. La diversidad no era una amenaza, sino parte del equilibrio espiritual y comunitario.
Fue la colonización la que trajo la heterosexualidad obligatoria, la binariedad de género, el castigo a lo diferente y la subordinación de las mujeres. Nos enseñaron que ser diferente era pecado, maldición o castigo. Incluso hoy, los espacios LGBTIQA+ muchas veces no incluyen nuestras cosmovisiones, y también reproducen racismo.
Entonces, ¿por qué decimos que rechazar no es cultura
Recientemente pregunté a mis mayores cuál ha sido la clave de la resistencia de nuestro pueblo, sabiendo que el Estado ha impulsado desde discursos de odio hasta proyectos de exterminio. Me respondieron: “Para que un pueblo se mantenga en pie, hay que mirar hacia adentro. Aunque nos desarticulen, si uno de nuestros pilares resiste, la semilla del buen caminar brotará en las nuevas generaciones. Como nuestras juventudes miskitus que hoy resisten desde el exilio, con amor inquebrantable por su gente”.
Esa frase me removió. Fue el impulso para romper mi propio silencio en este Día del Orgullo LGBTIQA+, a pesar de la advertencia: “Entiendo tu punto, pero no escribás sobre eso, la familia va a reaccionar muy mal”.
Concluyo que el odio no es ancestral. Porque lo que hoy se normaliza como “cultura” muchas veces es una herramienta de control colonial. Si algún día queremos cambios reales para nuestra Nicaragua, tenemos que visibilizar estas historias desde nuestras propias trincheras. Porque si las dejamos para después, la historia se repite.
Es cruel que tantas personas indígenas LGBTIQA+ tengan que huir sin siquiera tener herramientas para nombrar las violencias que viven. Y más cruel aún que sus vivencias no estén contempladas en los marcos legales que dicen protegernos.
Podría escribir mucho más sobre la intersección entre el indigenismo y la lucha LGBTIQA+, me quedo con la ilusión de dejar sembrado un mensaje en cada lector y a nuestros hermanos indígenas, recordar que nuestros cuerpos también son territorio. Y defender ese territorio significa defender el derecho a existir con plenitud.